El «sida» se acabaría inmediatamente si nadie más se hiciese esos mal llamados «tests del sida». Y si nadie más se los dejase hacer, como ocurre desgraciadamente con las mujeres embarazadas, los bebés recién nacidos y los donantes de sangre, los tres nuevos grupos de riesgo creados por la «industria del sida». Lo peor es que dichos tests se siguen presentando como fiables al cien por cien, cuando en realidad son una chapuza total. El martes 16 de septiembre del 1997 se demostró que ningún «test del sida» fue verificado con la prueba de referencia (gold standard) adecuada, que tan sólo puede ser el propio supuesto «VIH», por lo que todos son inválidos. A continuación se vió que el test Western Blot, presentado en el Estado español como «test de confirmación» pero prohibido en Inglaterra y Gales desde 1992, no está estandarizado, no es reproducible, no es específico y da más de cincuenta reacciones cruzadas con enfermedades o situaciones tan extendidas como tener hepatitis, hemofilia, tuberculosis e incluso gripe, o haber sido vacunado de hepatitis, tétanos o incluso gripe también, o haber recibido gammaglobulinas, transfusiones de sangre o semen por vía rectal. Hoy se explica la invalidez de los «tests de anticuerpos» por razones estrictamente biológicas (por cómo funciona la inmunidad en la vida humana real) y técnicas (por cómo las condiciones del laboratorio no tienen nada que ver con esta realidad biológica). Todo ello permite afirmar con todo rigor que todos los «seropositivos» sin excepción son en realidad falsos positivos. Y permite exigir con un vigor cada vez mayor que los «tests del sida» deben ser prohibidos de inmediato, y que todas las personas que han tenido la desgracia de dar positivo deben ser indemnizadas por el calvario que se les hace sufrir.
El equipo australiano de la Dra. Papadopulos explica que los «tests del sida» no pueden ser específicos porque el «VIH» no ha sido aislado y porque los «anticuerpos no son específicos sino promiscuos».
La práctica de hacer los «tests del sida» a embarazadas, recién nacidos y donantes de sangre ha creado tres nuevos «grupos de riesgo».
Lluís Botinas.
Tests de anticuerpos.
En el Estado español, la inmensa mayoría de las etiquetas oficiales (seropositivo o sida) han sido colocadas basándose en distintas marcas de tests de dos tipos: ELISA y Western Blot (WB). Voy a centrarme en ellos, dejando para otra ocasión la PCR (técnica tramposamente utilizada no sólo para medir la ficción oficialmente llamada «carga viral», sino también para diagnosticar «infección por VIH») y otros.
Lo primero a tener claro es que estos tests no pretenden encontrar directamente el supuesto «VIH» sino que detectan, por medio de un cambio de color, una reacción. Si ocurre, esta reacción tiene lugar entre unas proteínas que llevan los tests, y que los fabricantes dicen -y los analistas de los laboratorios y los médicos de los hospitales sencillamente creen- que son «proteínas del VIH», y algunos anticuerpos de los muchísimos (¡miles de millones!) que están contenidos en la sangre de cualquier persona. Cuando hay reacción entre algunos anticuerpos y las supuestas «proteínas del VIH», los oficialistas dicen por definición que los anticuerpos que participan en la reacción habían sido generados específicamente por las defensas de la persona al ser «infectada por el VIH». Luego concluyen que la persona es portadora del «virus VIH» o de «su provirus, es decir, de la información genética del VIH integrada en el genoma de sus células». Queda claro, pues, que dichos tests son indirectos, y se les denomina «tests de anticuerpos».
En el ELISA, las varias supuestas «proteínas del VIH» están concentradas en un sólo punto. En el Western Blot, están dispuestas en unas bandas paralelas. En el interior de los tubos que contienen estas «proteínas del VIH» se deposita el plasma obtenido de la sangre de la persona testada. De la cantidad enorme de distintos anticuerpos que tiene cualquier persona, puede ser que algunos se peguen al punto del ELISA o a algunas de las bandas del WB, produciéndose una reacción que causa unas coloraciones. El analista interpreta o una máquina mide, con criterios distintos de un laboratorio a otro, de una institución a otra, de una país a otro, si la reacción ha cogido un color suficientemente intenso y en tales o cuales bandas como para dictaminar o «negativo» o «positivo» (o «indeterminado»), con la diferencia entre la vida y la muerte que ello implica.
Pero cuando se sabe qué es un anticuerpo, cómo actúa con un antígeno y cómo influyen muchos factores en lo que ocurre, se empieza a comprender que estos tests no pueden ser válidos.
Anticuerpos, antígenos y autoanticuerpos.
Un anticuerpo es un tipo especial de proteína (con forma de «Y») que actúa fijándose sobre un antígeno y arrastrándolo hacia médula ósea, ganglios, etc., para que ahí sea digerido por unas células fagocitarias especialmente encargadas de ello, en particular los macrófagos. Las células inmunitarias encargadas de elaborar los anticuerpos son los linfocitos B, y no los linfocitos T -y menos aún una supuesta subclase denominada «linfocitos T4»-, como se da a entender en el cuadro del «SIDA».
Un antígeno es toda sustancia (virus, bacteria viva o muerta, células, toxinas, esperma, sangre,...), en general -aunque no siempre- exterior que entra en nuestro cuerpo, que provoca la formación precisamente de anticuerpos. Normalmente los antígenos son también proteínas, entren sueltas dentro de, por ejemplo, semen o sangre, o entren formando parte de las membranas o del interior de virus, bacterias, células,...
Cuando el antígeno no es exterior sino producido por el mal funcionamiento de nuestro propio cuerpo, los anticuerpos que se forman son llamados autoanticuerpos, y este es el fenómeno base de las llamadas enfermedades autoinmunes. Así, el profesor de Inmunología suizo Dr. Hässig sostiene que «el sida es una enfermedad autoinmune», entre otras razones, porque el no correcto reciclaje por parte de los linfocitos T del billón de células que se nos mueren cada día, hace que se acumule un exceso de proteínas propias, en particular la actina, ante las que, a partir de un cierto momento, los linfocitos B generan anticuerpos. Estos autoanticuerpos ante la actina son de los que hacen dar positivo a los mal llamados «tests del sida».
Proteínas ¿tridimensionales o lineales?.
Una proteína es una serie de aminoácidos colocados en un determinado orden. Para el tema de hoy, basta considerar a los aminoácidos como los eslabones que forman la cadena de aminoácidos que es cada proteína. Hay una cantidad enorme de proteínas de distinto tipo en cada una de los cien billones de células que tiene nuestro cuerpo. Una proteína se distingue de otra por su longitud (mayor o menor número de aminoácidos); por su secuencia (qué aminoácidos la forman y el orden preciso en que están situados; así, dos proteínas de igual longitud son distintas si son distintos los aminoácidos que los forman, o si, teniendo los mismos aminoácidos, es distinto el orden en que están colocados); por aditamentos que tengan (por ejemplo, residuos de azúcar); y, como veremos a continuación, por su disposición espacial.
Hay otra característica que permite distinguir las proteínas humana entre sí: su tridimensionalidad. Por ella, dos proteínas de igual longitud y con los mismos aminoácidos en el mismo orden, son distintas si tienen formas diferentes porque su disposición en el espacio es también diferente debido a que se establecen unos enlaces de azufre estables entre los aminoácidos de la cadena. Esto hace que tengan codos, protuberancias, etc. (epitopes) distintos y que, en consecuencia, tengan unas u otras propiedades.
Desde el punto de vista de la validez o no de los «tests de anticuerpos», esta tridimensionalidad de las proteínas humanas es decisiva. En efecto, resulta que lo primero que se hace en los laboratorios es romper los mencionados enlaces y convertir las proteínas tridimensionales en lineales, ya que en caso contrario no podrían trabajar con ellas en los tubos de ensayo, electroforesis en gel, blotting o transferencia, etc. Es decir, cambian las proteínas. A partir de ahí, será pura casualidad que lo que ocurra con ellas en los experimentos pueda también ocurrir en el cuerpo humano. Y es pura ciencia-ficción que las conclusiones a que se llegue en los laboratorios se extrapolen a lo que sucede en el interior de nuestro cuerpo...
El mito de la especificidad de los anticuerpos.
Se sigue alimentando la creencia de que los anticuerpos son específicos, queriendo indicar con ello que cada anticuerpo se forma sólo para un determinado antígeno. Se usa la engañosa imagen de que el anticuerpo se une al antígeno ante el que se ha formado como una llave a su cerradura, es decir, cada tipo de cerradura sólo puede recibir un tipo de llave. Con ello se da entender que cada tipo de anticuerpo sólo corresponde a un tipo de antígeno, lo cual sería la consecuencia lógica de que cada tipo de antígeno sólo provoca un tipo de anticuerpo.
La realidad es bien otra, y lleva a la Dra. Papadopulos a formular que «los anticuerpos son promiscuos». Y se entiende cuando se sabe que:
¿Qué tiene que ver el resultado obtenido en los «tests de anticuerpos» que, tras sus operaciones en el laboratorio, el analista escribe en un papel que remite al médico hospitalario, con lo que en realidad ocurrió hace un montón de tiempo en el interior del cuerpo a 37° C de la persona cuya sangre se testa?
Pero este resultado escrito es lo que el médico hospitalario se limita a leer confiadamente, entre otras razones porque no estás involucrado en lo que diga. Pero lo peor es que la persona testada escucha dicho resultado de la boca de «su» médico con total fe, y hace suya la sentencia que conlleva...
Hay que indemnizar a quienes tuvieron la desgracia de dar positivo a estos tests-chapuza.
Resumiendo, absolutamente todas las personas etiquetadas como seropositivas son, en realidad, casos de falso-positividad. Son víctimas del invento sida. Más exactamente, de los esfuerzos oficiales por, una vez inventado el sida en 1981, darle una explicación pseudoracional culpando en 1984 a un inexistente «retrovirus VIH» y estableciendo en 1985 un criterio supuestamente infalible de determinar quien está o no contagiado por el «VIH»: justamente estos tests-chapuza.
No hay dinero en el mundo que compense el miedo, la angustia, la desesperación, la marginación, etc., sufridos desde el momento en que se da positivo a estos «tests del sida». Además, el dinero no permitirá recuperar a quienes se suicidaron en cuanto lo supieron o quienes fueron asesinados con los venenos administrados en los hospitales. Pero puesto que parece que «los señores del sida» sólo entienden de razones económicas, si se ven obligados a pagar por los sufrimientos que están generando, pueden pasar a estar también interesados en desmontar el sida lo antes posible.
Y para ello un paso clave para acabar con el sida es prohibir que
se sigan aplicando unos tests que en realidad sólo sirven para crear
nuevos casos de sida...