Cambio 16. 30 de marzo de 1987. Número 800.

Juicio de la colza.
Kafka en la Casa de Campo.

El 30 de marzo comienza el juicio de la colza. Durante unos cinco meses los implicados -40 procesados y 25.000 afectados- buscarán una salida en el laberinto de los 250.000 folios del sumario. Nadie se explica nada. Ni Gobierno, ni científicos, ni afectados. Como en los personajes del célebre autor checo, el esfuerzo parece inútil.
Sebastián Moreno.

Será el juicio del siglo. No se recuerda en los anales de la justicia española nada parecido. Cuando el día 30, en el auditorio de la Casa de Campo, de Madrid, se abra la vista de la causa por el síndrome tóxico, popularmente acuñado como «envenenamiento por aceite de colza», el recuento burocrático que se pone en marcha puede hundir a los espíritus más esperanzados.

Harán falta como mínimo cinco meses para desentrañar un sumario de 250.000 folios, repartidos en 662 tomos, y que implica a 40 procesados y 25.000 víctimas, de las que 650 fueron mortales, según el sumario -según las estadísticas oficiales, el número de muertes es sólo de 386-. Además, ante el tribunal desfilarán 2.500 testigos, con 38 abogados defensores y otros tantos acusadores, 208 peritos españoles y 42 extranjeros.

Por si faltaban guindas en el mastodonte judicial, se apunta la implicación de doce altos cargos, entre ellos el presidente del Gobierno, Felipe González, y el vicepresidente, Alfonso Guerra. La inversión del Estado en el asunto de la colza, hasta ahora, es de 27.000 millones de pesetas, en ayuda a los afectados y planes de investigación.

Pese a la grandeza estadística, los datos clave, necesarios para desenmarañar la madeja, son escasos y, en su mayoría, oscuros. A los seis años de detectarse el principio de la catástrofe -el fallecimiento del niño Jaime Vaquero García, en Torrejón de Ardoz, el 6 de mayo de 1981- no existen conclusiones científicas en torno a la causa de una sucesiva lista de muertes que ronda el millar de personas y que ha dejado a otras 25.000 sin solución clínica.

Oyendo a las partes implicadas da la sensación de que nadie puede hablar de autoridad. Ni científicos, ni médicos, ni afectados, ni políticos. Doscientos cincuenta mil papeles para esto. «Yo no sé nada. Cuando llegué, en agosto pasado, el síndrome tóxico estaba ya». Esta es la respuesta que ofrecía el ministro de Sanidad, García Vargas, a Cambio 16.

Por no saber, no sabe ni el presidente del Gobierno, quien a un requerimiento notarial de la Asociación de Afectados por el Síndrome Tóxico de Fuenlabrada (Madrid), responde: «Todos los datos que la administración sanitaria y la comisión de seguimiento del síndrome han ido recogiendo de las innumerables comisiones y estudios epidemiológicos realizados en España y en los más prestigiosos centros de investigación del mundo están en manos del tribunal de justicia que investiga el caso, y al que corresponde judicialmente determinar cuáles fueron las causas de la enfermedad y las responsabilidades penales y civiles. Ni el presidente del Gobierno ni cualquier organismo de la Administración tiene competencia jurídica para determinar cuál sea el causante verdadero de la enfermedad denominada síndrome tóxico».

Así las cosas, los afectados de la asociación de Fuenlabrada -unos 800-, que habían requerido a Felipe González con la desesperación de quien no sabe de qué está enfermo y con la amenaza de ingerir el aceite presuntamente tóxico, deciden hacer de cobayas. Toman el aceite, llaman a periodistas alemanes, que también lo toman. Y nada. Entonces empiezan a sospechar que el aceite no es la causa del envenenamiento.

Otros que deberían saber, los técnicos del Fondo de Investigaciones Sanitarias, organismo donde está integrado la parte científica del desaparecido Plan Nacional para el Síndrome Tóxico, tampoco lo tienen claro.

«Científicamente -dice el doctor Manuel Posada de la Paz, del Fondo de Investigaciones Sanitarias y ex miembro de la subcomisión clínica del Plan del Síndrome Tóxico-, los jueces no se pueden agarrar a ningún argumento de peso para culpar el aceite. No hay nadie que pueda decir cuál es el tóxico. A un tipo determinado de aceite vendido de una forma determinada si se le puede echar la culpa. Eso es lo que los estudios epidemiológicos demuestran. La composición de ese aceite se sabe; ahora bien, lo que no podemos decir es que la composición, por muy anómala que se presente, sea el tóxico. Ese es el paso que no hemos podido dar».

Así llevan seis años. Cientos de estudios. Y nada. Pero siempre en una dirección: el aceite es el presunto culpable, después de descartada la acelerada y célebre teoría del «bichito que se cae al suelo y se mata», obra de Jesús Sancho Rof, ministro de Sanidad de UCD cuando apareció el misterioso síndrome tóxico.

El agente sospechoso es aceite de colza mezclado con anilinas y anilidas, sustancias colorantes artificiales para uso industrial, que ingerido, según la teoría oficial, produce lo que se llama «neumonía atípica», una patología que se generaliza con un cuadro clínico muy variado: problemas pulmonares, musculares, nerviosos y digestivos, además de dolencias en los huesos y endurecimiento de la piel.

Los abogados defensores de los industriales acusados de mezclar y distribuir el aceite mortal se agarran a un clavo ardiendo para salvar a sus patrocinados, y el esfuerzo inútil de los científicos de la hipótesis oficial parece el mejor: se ha investigado en todo el mundo y no se ha encontrado la causa.

Los doctores José Manuel Ortega, catedrático de Anatomía Patológica, y Teresa de la Fuente, de la Universidad de Oviedo, cuyos trabajos de investigación con ratas y conejos, respectivamente, han sido recomendados por su brillantez a esta revista por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, tampoco pueden aportar contundencia para afirmar la toxicidad del aceite.

Pero, además de la carencia de pruebas bioquímicas para culpar al aceite, la defensa quiere poner en evidencia «las manipulaciones y falsedades de que fue objeto la investigación científica, esencialmente epidemiológica, para dar apoyo a la hipótesis oficial e impedir la apertura de líneas alternativas», según Juan Franco, defensor de los hermanos Bengoechea, propietarios de Rapsa.

Según el abogado Franco, la prisa por echarle la culpa a la colza no está clara. Era un argumento para descartar hipótesis del doctor Antonio Muro, hoy fallecido, a la sazón director del Hospital del Rey, de Madrid, que relacionaba la enfermedad con una intoxicación por vía digestiva a causa de los pesticidas Nemacur y Oftanol, producidos por una conocida multinacional. Según el doctor Muro, los dos pesticidas, al utilizarse conjuntamente -en este caso sobre una plantación de tomates en Roquetas de Mar (Almería)-, produjeron una reacción que envenenó a sus consumidores.

Antonio Muro Fernández Cavada.
Antonio Muro Fernández Cavada.

El doctor Luis Frontela Carreras, catedrático de Medicina Legal y director del Instituto de Ciencias Forenses de la Universidad de Sevilla, investigó en la línea del doctor Muro, quien, entre tanto, fue cesado y murió de cáncer con cierto desprestigio profesional.

Luís Frontela Carreras.
Luís Frontela Carreras.

Las pruebas del doctor Frontela con insecticidas organofosforados y otras sustancias similares utilizadas en la agricultura apuntan a un pesticida: «Las series de ratas intoxicadas directamente con Nemacur y con pimientos tratados con Nemacur dos semanas antes de la recolección -dice el informe del doctor Frontela, Cambio 16, número 681, diciembre de 1984- presentan similares lesiones microscópicas que las que se observan en los fallecidos por el síndrome o neumonía tóxica».

Esta es la gran baza de la defensa de los encausados. Si no fue el aceite, pudo ser un pesticida. Y, en cualquier caso, nadie lo sabe, porque las altas instancias de la sanidad mundial, la Organización Mundial de la Salud, también están divididas. Aunque siempre se ha acusado al doctor Frontela de falta de rigor en la investigación y de no someterse a los controles objetivos internacionales.

Pero la defensa también utiliza planteamientos similares: todo fue una chapuza, todo se manipuló por las instancias oficiales, en aquel tiempo dependientes del Gobierno de UCD. «Deliberadamente -dicen los abogados- han sido falseados los estudios de control de la enfermedad por sus autores. La documentación parcial, obtenida tras ímprobos esfuerzos a través del juzgado, ha puesto de manifiesto en cuatro de estos estudios que no existen encuestas o controles. Por tanto, no son estudios caso-control, y, no obstante, han sido calificados falsamente como tales».

El embrollo, las irregularidades, la corrupción, afloran continuamente como un nuevo síndrome del caso. El propio Tribunal de Cuentas observó el año pasado diversas irregularidades en el Plan Nacional para el Síndrome Tóxico referidas al descontrol sanitario y económico. Según la auditoría, las anomalías en términos contables pueden entrañar graves responsabilidades.

Y ahí es donde insiste con toda contumacia la asociación más critica de afectados del síndrome tóxico, el mencionado grupo de Fuenlabrada, cuyo presidente, Manuel Henares, asegura estar perseguido por el Gobierno al no aceptar las hipótesis oficiales del aceite.

En un escrito dirigido por la asociación de Fuenlabrada al Ministerio de Sanidad se plantean 43 preguntas en torno al síndrome tóxico, que las autoridades dicen haber contestado convenientemente. Pero a la asociación no ha llegado nada. Y de haberse aclarado las 43 preguntas, la vista del juicio sería coser y cantar.

Los afectados de Fuenlabrada quieren saber, entre otras cosas, qué intereses tiene el Gobierno para esconder la verdad; por qué la justicia no busca culpables dentro de la Administración anterior y posterior al síndrome; por qué se malgastan los presupuestos del plan; por qué no se investigó en la base de Torrejón de Ardoz, y hasta por qué el presidente González no ha traído de Pekín la medicina para curar a los enfermos, como prometió en alguna ocasión.

Los afectados, en general, no sólo están enfermos de un mal extraño, a muchos de los cuales les puede llevar a la muerte. La desesperación es el principal agobio. «Este Gobierno no ha tenido interés en que se sepa la causa del envenenamiento e incluso ha pasado del problema», acusa Manuel Henares.

En este sentido, Cambio16 tiene en su poder un acta del pleno de la subcomisión clínica del Plan para el Síndrome Tóxico del 17 de noviembre de 1983, en la que se recoge una afirmación que avala las críticas de los afectados.

«A continuación -recoge el acta- expuso (el doctor Manuel Posada de la Paz) la relación de trabajos que se van a enviar para ver si pueden ser subvencionados por la vía del convenio hispanoamericano. Dicho convenio está basado en un dinero que Estados Unidos paga al Gobierno español por las bases americanas, que se invierte en proyectos de investigación conjuntos para ambos países. Hace un año, el SAT (síndrome del aceite tóxico) era un tema prioritario para los dos países, pero en el momento actual no lo es para España, aunque los americanos siguen muy interesados».


Fulminados por la colza.

Escobar de Campos, en plena Tierra de Campos (León), es un pueblo que se muere. Sus casas de adobe, camufladas entre el ocre de los surcos, se caen ante los implacables vientos del norte. Y sus 123 habitantes se mueren de viejos. El año pasado sólo hubo un quinto en el pueblo. La gente joven se ha ido detrás del horizonte industrial de las ciudades. Sergio Cid, con treinta y dos años, debe ser principio y fin de la juventud actual.

Pero al deterioro demográfico que impone el paso inexorable del tiempo se ha unido un peligro mayor. La enfermedad de la colza está minando las fuerzas de sus habitantes. En Escobar el síndrome tóxico se cebó con tal virulencia que muchos creían al principio que el pueblo desaparecía del mapa.

«Murieron dos y casi treinta personas resultaron afectadas de consideración», dice Rafael Domínguez Lera, médico de la localidad, pero residente en Sahagún. Escobar tiene pocos servicios públicos. Sólo hay un teléfono.

«Aquí sólo hay tristeza», dice Crescencio Rueda Borge, labriego de sesenta y tres años, uno de los que se ufana de no haber sufrido la enfermedad «por mi afición a empinar el codo». «Yo siempre me decía que lo que me iba a ahorrar en ese aceite que traían los ambulantes me lo gastaba en el bar, así que no hice ni caso».

Murieron dos personas y algunas han quedado muy mal. «Las primeras semanas -dice Crescencio Rueda- estábamos acojonados todos; nadie sabía por qué pasaba aquello. Yo tenía en casa tres botellas de coñac y cayeron en seis días, por si acaso me tocaba».

El médico, compañero de estudios del polémico doctor Antonio Muro, impulsor de la teoría de los pesticidas, no tiene dudas de las causas del mal. «Fue el aceite, no tiene discusión. Yo mandé muchos enfermos a León y cuando les quitaba del consumo de aceite se salvaron. Los que volvieron y siguieron tomándolo, cayeron. Ni pájaros ni pesticidas. Está clarísimo».

Pero nadie se explica que en Grajal de Campos, a un tiro de piedra de Escobar, el aceite no hiciera efecto. No hubo ni un enfermo. Y los vendedores ambulantes visitaban los dos pueblos.

«Grajal se salvó porque estaban en fiestas y cuando los vendedores llevaron la partida de aceite la gente estaba distraída. Nadie compró».

Pese a todo, los ambulantes siguen llegando a Escobar. El señor Cuevas, de Boadilla de Rioseco (Palencia), es una institución de hace muchos años, que vende tomates y otras frutas.

Sebastián Moreno.


free-news.org