Cambio 16. Número 801. 6 de abril de 1987.

Yo investigué el síndrome tóxico.

Durante más de tres años Rafael Cid investigó periodísticamente todo lo relacionado con el síndrome tóxico, también llamado del «aceite de colza», la epidemia surgida en 1981 en la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz. En todo ese tiempo, el periodista tuvo acceso a información, recibió testimonios confidenciales y recopiló valiosa documentación sobre el desgraciado episodio que llevó la muerte y la desolación a millares de hogares españoles. Ante la apertura del juicio para buscar responsabilidades entre los presuntos causantes de la epidemia, el informador, que será citado como testigo en la vista, relata su experiencia sobre la intoxicación más grave de la historia de España.

Rafael Cid.

«El lugar más oscuro está siempre bajo la lámpara» (proverbio chino).

En 1982, un año después de haber surgido la epidemia, yo era un convencido de la tesis del aceite como causante de la enfermedad del síndrome tóxico. Toda la información que manejaba en aquel entonces refrendaba mis íntimas sospechas en torno a una actuación de desaprensivos industriales del sector oleícola como desencadenante de la tragedia. Pero un día comenzaron mis dudas. Fue a raiz de un encuentro con el pediatra Juan Manuel Tabuenca, el médico que en sus investigaciones en el hospital del Niño Jesús, de Madrid, había aislado el aceite como factor de relación con la enfermedad.

En una de las frecuentes visitas a su consulta para que atendiera a mis dos hijos de corta edad, salió a relucir el tema del síndrome. Yo estaba indignado por la actuación de un grupo de afectados partidarios de la tesis del doctor Muro -la causa del mal residía en unos tomates tratados con pesticidas- que, a la salida de un debate televisivo en La clave, intentaron agredirle. Para mi era un dato más de la existencia de una campaña de intoxicación a la opinión pública urdida por los aceiteros.

Pero me chocó la reacción de mi amigo Juan Manuel Tabuenca. No era el dolor por la acción de unos desesperados lo que más le afectaba. Su tristeza, su abatimiento, procedía de la investigación en sí. «Y si el origen de la enfermedad no es el que pensamos -susurró-, si se trata de otra cosa que no quiero ni pensar...».

Pocos meses después de la revelación de Tabuenca se produjo otro acontecimiento que volvió a despertar en mí sentimientos contradictorios. Fue un juicio claro de Enrique Bolaños, el jefe del laboratorio de Aduanas, el hombre que detectó las anilinas y anilidas en el aceite sospechoso.

Bolaños era amigo personal de Tabuenca, y cuando éste empezó a detectar una asociación entre los enfermos y la ingestión de aceite en la dieta, penso que sólo un laboratorio acostumbrado a rastrear entre muestras para encontrar pequeñas adulteraciones podía bucear en el aceite con éxito. Lo que después se demostró acertado.

Para llegar a Bolaños tuve que esgrimir mis mejores armas. Su distanciamiento de científico serio y el envaramiento de su cargo hacían difícil la empresa de hablar con él sobre el polémico asunto. Al fin aceptó recibirme en el verano de 1983.

Conversamos off the record. Bolaños no quería que sus manifestaciones se publicaran. Tenía cierto desdén por la prensa y algo de precaución en comprometer su posición al frente del laboratorio de la Dirección General de Aduanas, uno de los centros más rancios de aquella etapa de primavera democrática.

Descorro ahora parte del tupido velo en que he mantenido su testimonio en estos años. Creo que existen causas de mayor fuerza ética que lo justifican.

«Mire usted -me comentó Bolaños tras hacerse traer un grueso volumen de su archivador-, si en estos momentos tuviera que emitir nuevamente el informe sobre el aceite sería muy distinto del que redacté. A la vista de la evolución de la enfermedad, hoy tengo la convicción de que, aunque tuviera anilinas y anilidas, el aceite no pudo producir la enfermedad. El cuadro clínico que presentan los afectados me inclina a pensar que el agente causante es un organofosforado».

Salí bastante impresionado y confuso de la entrevista con Bolaños en su despacho oficial de la calle Guzmán el Bueno, de Madrid, frente a la sede de la Dirección General de la Guardia Civil. Si el médico que detectó el aceite y el químico que aisló los agentes mórbidos no las tenían todas consigo, ¿por qué el Gobierno no investigaba más que en una dirección?.

A partir de ese momento, el gusanillo de la duda me acompañaba. La revista me autorizó a investigar a fondo el tema. Y como primera medida llamé por teléfono al heterodoxo doctor Antonio Muro, el hombre que discutía vehementemente la postura oficial, para concertar un encuentro. Tenia curiosidad por el personaje y, al mismo tiempo, albergaba serios prejuicios sobre su postura científica.

No fue una visita positiva. Muro me recibió -durante toda un tarde del mes de septiembre del 1983- en su piso de la céntríca calle de Cea Bermúdez, a no demasiada distancia del laboratorio de Aduanas, entre libros de medicina, animales disecados y carpetas azules, que levantaban más de un metro sobre la mesa de su atestado despacho. Era el reducto típico del genio chiflado. Para más inri tenía hobbys extravagantes -no quiso que me despidiera sin contemplar su excelente colección de elefantes en miniatura, colocados en fila india de espaldas a la puerta, porque dicen que así traen suerte-.

En bata, con zapatillas de paño y barba de erudito, Muro provocó en mí una reacción ambigua. De un lado, parecía evidente que era uno de los especialistas que más horas había dedicado al estudio de la epidemia y más concienzudamente había trazado su estudio epidemiológico. Pueblo por pueblo, casa por casa, familia por familia, el ex director del Hospital del Rey de Madrid y su equipo de colaboradores tenían acotado el perfil del desarrollo de la intoxicación. Era un estudio apabullante que llenaba anaqueles enteros de su biblioteca. Realizarlo le llevó un año y recorrer cerca de sesenta mil kilómetros en su propio coche.

Por otro lado, la vehemente exposición del doctor Muro, su fanatismo, me echaba para atrás. Muro tenía descartado al aceite como causante y todo su interés se centraba casi exclusivamente en un producto químico, de la familia de los organofosforados, que -según él- se había metabolizado en la planta transmitiéndose posteriormente durante el consumo humano. Además, lo que me ponía definitivamente en guardia era su obstinación. En mi caso intentó comprometerme para que buscara unos albaranes que le faltaban sobre diversas partidas de tomates de la clase Lucy, en Roquetas del Mar, Almería.

Así y todo, el argumento base del doctor disidente me parecía notable: todos los intentos de reproducir la enfermedad en laboratorio habían fracasado y las ratas a las que se había administrado el aceite confiscado engordaban plácidamente. Además, sostenía Muro, cuando, por el contrario, se inocula a las cobayas el organofosforado sospechoso mueren irremediablemente y las lesiones registradas en sus vísceras dan características similares a las encontradas en las de los muertos por el síndrome.

Aunque reticente, tomé nota de lo fundamental del trabajo de campo realizado por Muro: un organofosforado como posible agente causante, cierta variedad de tomates baratos como vehículo; una lonja determinada de Almeria como base desde donde se comercializó el producto y año, mes y extensión de la cosecha que podía haber sido el soporte de la intoxicación.

Aproveché la Semana Santa de 1984 para continuar mis indagaciones. Con mi mujer y mi hijo mayor bajé a Almería, y utilizando como cuartel general el hotel La Parra, pateé Alhondigas y visité expendedores de fitosanitarios e invernaderos que cuadraran con el retrato robot de Muro. Tengo que decir que, aunque no concedo ningún valor al asunto, localizé a un agricultor que se ajustaba casi a la perfección a lo que buscaba. Fecha de recolección del tomate, variedad, volumen de la cosecha... eran aparentemente los idóneos. Además, el dueño de la plantación me confesó intranquilo que había usado y abusado del pesticida para recuperar sus plantas invadidas de nematicidas. Una casualidad.

En noviembre de ese año se produjo el caso Frontela, un investigador sevillano que desde posiciones diferentes y, en ocasiones, hasta discrepantes a las de Muro, había obtenido resultados que ponían seriamente en entredicho la relación causal del aceite de colza con el síndrome tóxico que había producido ya más de 500 muertos y cerca de 26.000 intoxicados.

Luis Frontela Carreras, catedrático de medicina legal en la Universidad de Sevilla (Muro siempre decía que la investigación del síndrome necesitaba un auténtico sabueso, un científico que persiguiera el rastro como un policía o un forense), había realizado su trabajo sobre una paciente fallecida un mes antes de la aparición oficial de la enfermedad. Un caso, pues, que no figuraba en la contabilidad del Ministerio de Sanidad.

Sin embargo, las investigaciones del científico realizadas sobre las vísceras de la afectada utilizando técnicas matemáticas y estadísticas y experimentos de laboratorio (a Muro siempre le achacaron su escasa formación científica) revelaban lesiones coincidentes con las de otras víctimas de la intoxicación.

Resultó casi imposible que Frontela fuera más explícito sobre su descubrimiento de lo que contaba en su informe oficial. En su despacho de la calle General Perón, del centro de Sevilla, el catedrático de medicina legal se refugiaba en la parquedad de su comunicado. Desde luego no era el locuaz Muro. Frontela, un tímido incorregible, tenía verdadero pánico a que la divulgación de sus investigaciones desorbitara el caso. Finalmente admitió (a micrófono parado, como en tantas otras ocasiones) que todo parecía descartar al aceite, mientras que determinado fenamifo, comercializado con el nombre de Nemacur, podría producir lesiones microscópicas en las cobayas similares a las de los enfermos de la neumonía atípica. Luego, cuando sus declaraciones aparecieron publicadas, el bueno de Frontela recogió velas y... donde había dicho digo, dijo Diego.

De todas formas nunca rompí el hilo directo con el forense. Al igual que Tabuenca he creido siempre que se trataba de un investigador honesto, competente y valioso, al que las circunstancias mundanas desbordaban. Esa imagen permaneció inalterable cuantas veces le visité en el Instituto Forense de Sevilla, entre cobayas y olor a formol.

En el reportaje que apareció en esta revista rescatando para el debate la tesis alternativa sobre el síndrome tóxico hubo otras contribuciones que aún hoy considero valiosas. Me refiero especialmente a los trabajos del neurofisiólogo José María López Agreda relacionando con las anneas del sueño y los trastornos del síndrome tóxico. El doctor Agreda exploró en 250 enfermos del síndrome tóxico afectados de insomnio y el resultado le llevó a sospechar que se trataba de un «síndrome tóxico epidémico, marcadamente neurotóxico, sintomatología que está perfectamente definida en la literatura científica como producida por los agentes químicos organofosforados».

De menor relieve, aunque interesante para demostrar la relatividad de ciertas posiciones científicas supuestamente irrevocable, fue el testimonio del doctor Klaus Knapp. Fue el médico que relacionó la Talidomina como el medicamento responsable de graves mutilaciones en recién nacidos en la República Federal Alemana. El investigador me relató cómo él y su jefe, el doctor Lenz, lograron solucionar el misterio a palo seco frente a la cerrazón de cinco comisiones científicas oficiales. Un ejemplo de cómo, a veces, la comunidad cientifica se equivoca frente a humildes francotiradores.

Otro dato de cierto interés, y que hasta la fecha había permanecido en el secreto del sumario, fue el testimonio de un alto ex responsable del seguimiento del síndrome tóxico, José Enrique Martínez de Genique, secretario de Estado para el Consumo en el gobierno de Calvo-Sotelo. Corría el rumor de que se había apartado del plan por discrepancias sobre la orientación de la investigación. Y era verdad.

El propio De Genique lo confirmó en el curso de la cordial entrevista que mantuvimos en su bufete del paseo de la Castellana, de Madrid, en enero de 1985. «Llegó un momento en que estaba claro que siguiendo con el aceite no llegábamos a nada positivo -reveló-. Era insostenible. Las encuestas epidemiológicas no cumplían los requisitos científicos mínimos. Ni todos los afectados habían tomado aceite ni mucho menos todos los que habían ingerido aceite resultaron afectados». De Genique también rogó entonces que no hiciera uso público de sus palabras.

World Health Organization (WHO).Pero quizá el punto álgido de toda la historia se produjo en la entrevista que mantuve con Gastón Vettorazzi, el máximo responsable del departamento de pesticidas de la Organización Mundial de la Salud (OMS). El shock Vettorazzi fue un episodio lamentable.

Vettorazzi me recibió en su despacho oficial de la sede de la OMS en Ginebra, un gélido día de febrero de 1985 y con las calles prácticamente intransitables a causa de una fenomenal nevada.

El alto funcionario de la OMS se mostró en todo momento gentil y dispuesto a abordar sin reservas el asunto. Cuando solicité permiso para grabar la entrevista y tomar algunas fotografías con mi autofocus, su significativo «¡por supuesto!» confirmó que me encontraba ante un inteligente conversador y un científico sin miedo.

Y así ocurrió. Vettorazzi fue mucho más allá de lo que yo podía esperar. Me dijo que científicamente no existían precedentes de que las anilinas del aceite hubieran provocado una enfermedad como la del síndrome y descalificó como no riguroso y manipulador el informe de la oficina de la OMS de Copenhague titulado El síndrome del aceite tóxico («¿cómo se puede señalar al aceite -dijo indignado- cuando en la página diez se asegura que "la búsqueda de los agentes tóxicos en el aceite ha sido en gran parte vana"?»).

«Nadie me quita a mí la idea de que la epidemia estuvo provocada por un agente neurotóxico», aseguró ese día al final del gratísimo encuentro Gastón Vettorazzi. Antes, con el magnetófono parado y el rotulador en la mano, el responsable de los pesticidas de la OMS ilustró al lego informador sobre el enorme riesgo que podían significar los fenamifos, la última generación de organofosforados sintetizada en los laboratorios. «Esto es un avispero», manifestó Vettorazzi haciendo notar el extraño comportamiento de ese compuesto químico que es tanto más letal cuanto menor sea la cantidad aplicada y más evolucionada la especie animal afectada.

Semanas más tarde las cañas se tornaron lanzas. Al publicarse la entrevista con sus declaraciones a título personal, Vettorazzi se apresuró a desmentirlas mediante un agrio télex enviado desde la sede de la OMS. La cinta, con las declaraciones de Vettorazzi en perfecto castellano, será uno de los elementos que este periodista ponga a disposición del tribunal en el caso de que, como parece, sea llamado a declarar.

El cambio copernicano de Gastón Vettorazzi fue un mazazo a las informaciones sobre la investigación alternativa del síndrome tóxico. De pronto, se hizo el silencio. Incluso el voluntarioso catedrático Luis Frontela Carreras aceptó sin rechistar que la Organización Mundial de la Salud cancelara su invitación oficial para exponer sus trabajos ante los expertos de Ginebra.

Centro Superior de Investigación de la Defensa (CESID).También el Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), que había realizado su propia investigación con ayuda de expertos de diferentes ramas dio carpetazo al asunto. Hoy el resumen de ese informe de los servicios secretos militares duerme el sueño de los justos en los archivos de la nueva sede de los servicios en la carretera de La Coruña. En las conclusiones del CESID, apenas una docena de folios, se descarta prácticamente la intoxicación por el aceite y se sugieren otras causas, por ejemplo, que se hubiera tratado de un ensayo de guerra química.

Mi relación con la investigación de la epidemia concluyó las Navidades de hace dos años. En diciembre de 1985, acompañado de dos enviados especiales de la cadena de la televisión alemana federal WDR, Imre Kerner y Dagny Radek, acudí por última vez a entrevistarme con el doctor Frontela en Sevilla.

Motivo: el empecinado investigador aseguraba haber obtenido resultados. Primero, el análisis de plasma de los afectados señalaba inhibición de la colinesterasa (la investigación oficial descartó a los organofosforados al resultar negativas las pruebas de inhibición de la colinesterasa).

Y lo más importante, Frontela nos aseguró que los trabajos realizados con el espectógrafo de masas utilizando plasma de afectados habían registrado la existencia de puntos de organofosforados. Su duda para no divulgar todavía el hallazgo radicaba en si se trataba de un resultado real o de un fenómeno de simpatía del aparato.

Nunca lo supo. Frontela no recibió más plasma para repetir su experiencia.


Protagonistas de la investigación.

Antonio Muro Fernández Cavada.
Antonio Muro Fernández Cavada.

Antonio Muro. Investigador disidente de la tesis oficial, que asocia el síndrome tóxico con la ingestión de aceite desnaturalizado. Personaje excéntrico para unos y genial para otros. Los que le trataron reconocieron su enorme capacidad de trabajo y una apasionada entrega a los temas relacionados con la salud pública. Se esforzó por trazar el cuadro epidemiológico de la enfermedad, que él consideraba básico para llegar hasta los orígenes de la epidemia. Murió de cáncer de pulmón el 17 de abril de 1985. Era militante de Izquierda Socialista en la agrupación de Chamberí, su barrio.

Gaston Vettorazzi.
Gaston Vettorazzi.

Gaston Vettorazzi. Responsable de la División de Pesticidas de la Organización Mundial de la Salud, con sede en Ginebra. Una autoridad en la materia. Al principio sostuvo opiniones personales de crítica al informe sobre el síndrome tóxico elaborado por la oficina de Copenhague de la OMS. Para él, la epidemia representaba, además, una oportunidad única para investigar el origen y evolución de enfermedades aún no suficientemente conocidas. Cambió de actitud y revocó el ofrecimiento a Frontela para que asistiera a la reunión de expertos de Ginebra con el fin de mostrar sus trabajos.

Luís Frontela Carreras.
Luís Frontela Carreras.

Luís Frontela. Catedrático de medicina legal de la Universidad de Sevilla. Impulsó los trabajos alternativos sobre el síndrome al investigar en el laboratorio con cobayas. Sus estudios provocaron reacciones crispadas entre la comunidad científica. Empeñó su fortuna en financiar las investigaciones con un estrecho equipo de colaboradores. Sus hallazgos sobre la inhibición de colinesterasa en los afectados contradicen la versión oficial. Está convencido de que los aceites de colza no pudieron desencadenar la epidemia. En la actualidad es el director del Programa de Policía Científica y Criminalista.

Juan Manuel Tabuenca.
Juan Manuel Tabuenca.

Juan Manuel Tabuenca. Pediatra. El hombre que desde su cargo de director en funciones del Hospital del Niño Jesús, de Madrid, señaló una relación entre la enfermedad y la ingestión de alimentos cocinados con aceite. Su comunicación, el 9 de junio de 1981, al ministro de Sanidad, participando el resultado de sus investigaciones, fue decisiva para orientar los trabajos futuros sobre el síndrome. Posteriormente se mantuvo en un discreto segundo plano, enfocando su actividad profesional hacia el ejercicio libre de la medicina. Está considerado como un destacado especialista en medicina infantil.


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